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sábado, 24 de abril de 2010

La muerte de Aimè.



Una fría tarde de invierno, Aimè decidió salir a caminar por el bosque cercano a la casa donde vivía con su madre desde que tenía uso de razón. Aquel tenebroso bosque al que tanto debía temer, aquel plagado de peligros. Toda su infancia, la niña había escuchado a su madre enumerar los horrores que en ese lugar la esperaban si un día se aventuraba a cruzar la primera hilera de árboles. Pero a los doce años, su curiosidad era demasiado grande, y a escondidas corrió hacia el sitio prohibido con una mezcla de miedo y ansiedad.

Una vez allí, abriéndose paso entre la tupida vegetación, pudo observar mejor a los pájaros que cada tarde recitaban sus melodías, y que ella siempre oía. Y se maravillo de las flores que crecían coloridas cerca de un árbol tumbado. Fue alarmada una y otra vez por la naturaleza, y hasta en un momento contemplo la idea de regresar corriendo a su hogar. Pero no lo hizo.

De pronto, noto que había transitado un largo tramo de terreno, y que su casa ya no podía ser vista a causa de la inmensa pared de árboles. Su plan era sencillo: exploraría el bosque hasta cansarse y luego regresaría a su casa, mientras aun la luz del sol llegara al suelo. Ingresaría a su casa mientras aun su madre se encontrara ausente, por lo tanto esta no se enteraría de su pequeña excursión, y nada malo habría de suceder.

El sol comenzó a decender, y ya su luz apenas se filtraba por entre los árboles. Aimè emprendió el camino de vuelta por donde había llegado, apresurada, pues no había calculado bien, y ya la luz era demasiada escasa…

A poco menos de mitad de camino, sintió un chillido metálico abominable bajo sus pies. Una trampa para osos había apresado su pequeña pierna, destrozándola. La sangre emanaba desenfrenadamente hasta filtrarse por el suelo de tierra húmeda, ya casi en completa oscuridad. Aimè grito y grito pidiendo auxilio, pero luego de una interminable hora de agonía, nadie había venido a su rescate. Para peor, una manada de lobos hambrientos olfateo la sangre fresca de la pequeña, y en cuestión de minutos acudieron a desgarrar su carne joven, mientras ella seguía con vida.

Tres días luego, los restos de Aimè que las alimañas no habían engullido fueron encontrados dispersos alrededor de una trampa para osos ensangrentada. Allí estaba su cabello rubio desperdigado en el barro y la sangre, sus dientes, algunos huesos y su ropa hecha jirones.

Su madre decidió acabar con su vida, y tomando un pelador de papas oxidado corto sus venas con mucha dificultad hasta morir desangrada en la habitación que era de su hija.