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lunes, 1 de marzo de 2010

La presa.


Mi hermano pequeño y yo estábamos hurgando con unos palos la tierra blanda, que apestaba a grasa y ceniza, del crematorio del valle, un crematorio improvisado y de lo más sencillo: un mero foso casi a ras del suelo en un calvero abierto en medio de una espesa vegetación de arbustos. La bruma del crepúsculo, fría como las aguas subterráneas que manan de los bosques, ya llenaba el fondo del valle; pero sobre la pequeña aldea donde vivíamos, agrupada alrededor de la carretera sin asfaltar, en la falda de la colina, descendía suavemente una luz color vino púrpura. Me incorpore, al tiempo que un débil bostezo llenaba mi boca. Mi hermano también se incorporo, bostezo y me sonrío.
Abandonando la “búsqueda”, arrojamos nuestros palos a la espesura exuberante de las hierbas estivales y, hombro con hombro, tomamos el sendero del bosque que subía al pueblo. Habíamos ido a aquel lugar en busca de pedazos de hueso que tuvieran la forma idónea para ser llevados, como condecoraciones, en el pecho; pero los chiquillos de la aldea ya se lo habían llevado todo y nosotros volvíamos con las manos vacías. Me vería obligado a arrebatárselos a la fuerza a algún compañero de la escuela primaria… recordé de repente lo que, dos días antes, había visto al deslizar una mirada entre las caderas de los adultos que formaban un corro negro alrededor del crematorio, donde quemaban el cadáver de una mujer de la aldea: en medio de la claridad de las llamas, aquel vientre desnudo, hinchado, prominente como un pequeño cerro, y en el rostro ¡aquella expresión de tristeza…! Me estremecí de miedo, apreté con fuerza el enclenque brazo de mi hermano y avive el paso. Me parecía seguir conservando en la nariz el olor del cadáver, tan persistente como el líquido viscoso que desprendían algunos escarabajos cuando los aplastábamos entre nuestros dedos callosos.
La aldea se había visto obligada a utilizar aquel crematorio al aire libre porque la estación de las lluvias, excepcionalmente persistentes, había traído, desde antes del verano, constantes trombas de agua que provocaban inundaciones diarias. Cuando un corrimiento de tierras destruyo el puente colgante por donde pasaba el camino mas corto para ir a la “Ciudad”, cerraron la sección de nuestro pueblo de la escuela primaria; el reparto de correo se había interrumpido; y si a un adulto le resultaba imprescindible ir a “La ciudad”, tenia que hacerlo por la ladera de la montaña, siguiendo un sendero angosto y peligroso. De modo que, entre otras cosas, quedaba excluido el traslado de los muertos al horno crematorio de “La ciudad”.
Sea como fuere, el hecho de quedar casi completamente aislados de “La ciudad" no causaba demasiada pena en nuestra aldea de viejos campesinos que Vivian en un relativo atraso. Cuando los rústicos aldeanos nos encontrábamos con los ciudadanos, nos trataban con una aversión semejante a la que habrían sentido por unos animales sucios, de modo que todo lo que necesitábamos para nuestra vida cotidiana estaba concentrado en ciertos puntos determinados y precisos situados en las laderas que dominaban nuestro estrecho valle. Añadamos a esto que estábamos al principio del verano y que el cierre de la escuela era del agrado de los niños.

Kenzaburo Oé – “La presa “

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